El lema de los Juegos Olímpicos, formulado con la locución latina citius, altius, fortius —más rápido, más alto, más fuerte—, es un llamamiento a los atletas a dar lo mejor de sí mismos. Pero para lograr esa excelencia quizá haya que añadir un cuarto requisito: más tecnológico. La acelerada revolución digital también ha llegado al deporte.
Algoritmos que detectan a un atleta fuera de serie antes de que llegue a serlo, calzado y ropa que deciden una medalla o estadios que se iluminan con la energía generada por el movimiento de los jugadores son ya una realidad y no fantasías de ciencia ficción.
En medio de ese torbellino, el deporte vive su apogeo como espectáculo global con múltiples desafíos, como el de atraer a los espectadores más jóvenes. Su preferencia por los contenidos a demanda y en pequeñas píldoras podría incluso provocar una modificación en los formatos de las competiciones para adaptarlas a un público de atención más dispersa.
La incorporación de la tecnología a cualquier ámbito de la vida es a menudo controvertida, incluso aquella nacida para zanjar las controversias, como el VAR en el fútbol. Y genera especial recelo en una actividad que surge de la faceta más salvaje y primitiva del ser humano, en la que prima la emoción sobre lo racional.
Sin embargo, hasta el más escéptico dará un voto de confianza a estos avances si, como se cuenta en este número, contribuyen a que no se desperdicie el talento de ningún Rafael Nadal en potencia, a curar más rápido una lesión y a ofrecer al espectador la mejor experiencia posible: sentirse tan cómodo como en casa cuando esté en el estadio, y vivir la emoción del estadio cuando se encuentre en su casa.